Don José Velázquez Quintanar, cronista emérito de San Juan del Río, hace algunos años escribió este fantástico relato la cual me permito rescatar y compartir con todos. Aquí la leyenda de La Emparedada.
Aquel militar había llegado de la ciudad de Puebla, en donde permaneció después de la fragorosa batalla del 5 de mayo de 1862, en la que participó con el grado de Mayor de Caballería, bajo las órdenes del general Negrete y también en la derrota de trece días después sufrieron ante los franceses en la ciudad de Barranca Seca, cercana a Orizaba en Veracruz, donde fue hecho prisionero por las fuerzas que comandaba el general conservador Leonardo Márquez; a pesar de haber sido derrotado, los conservadores reconocieron en él su capacidad y valentía de militar y, al aceptar seguir la lucha al lado de los conservadores, le fue otorgado el grado de Teniente Coronel.
Años después, Vicente Cuevas Sánchez, ya con el grado de Coronel, se hospedó en el Mesón de San Pablo, ubicado sobre la Calle Real de San Juan del Río, que estaba frente a la antigua Colecturía de Diezmos, amplio edificio que había sido acondicionado para recibir al batallón de caballería que comandaba el coronel Cuevas, en aquellos aciagos días en que los liberales y conservadores dividían al país en dos corrientes.
El coronel Cuevas recibió su cambio a la ciudad de San Juan del Río, pero hasta el año siguiente consiguió casa para traer a su esposa a radicar.
Por eso días la familia Macotela, una de las más importantes de la ciudad, había desocupado la “Casa de la Buganvilia”, ubicada en la Plaza del Sol (actual Plaza de la Independencia) frente al templo parroquial, y le fue facilitada al coronel Cuevas para que viviera en ella bajó el pago de una módica renta.
En poco tiempo el militar y su esposa doña Emilita, hicieron muchas amistades entre la mejor sociedad sanjuanense pues eran invitados siempre a cuanta fiesta o sarao se organizaba, a tal grado que la admirable pareja era indispensables en cualquier evento social.
Vaya que se llevaron bien. Vicente cuevas, de cuarenta y dos años, era de muy buen carácter, a pesar de la disciplina militar, era apuesto con su traje de gala o aún, cuando vestía de paisano, usando una texana de fieltro gris. Emilita era una encantadora poblana de cabello negro y ojos de gran pestaña, que gustaba vestir a la última moda francesa de muy buena calidad; era alegre, atractiva y fácilmente hacía amistades.
Pasaron algunos meses, tiempo en que el coronel debía ausentarse de la ciudad para supervisar los cuarteles de Toluca y Morelia quedando sola doña Emilita, en la Casa de la Buganvilia.
Una de las veces que el coronel regresó a San Juan de improviso, se dio cuenta de que Emilita le engañaba al sostener amorío con alguno de aquellos principales del pueblo y, aunque hizo el coraje de su vida, su rango y disciplina le obligaron a ser cauto.
Sin embargo, sus visitas a San Juan fueron más frecuentes, hasta que un día que llegó ya tarde y sin anunciarse, comprobó que, amparado por la oscuridad de la noche, un sujeto entraba a su casa, la Casa de la Buganvilia, y tardaba demasiado en salir, por lo que tomó la decisión de cobrar cuentas y el honor que sentía mancillado.
Esa noche se escucharon balazos, pero los vecinos nunca supieron el motivo; sólo se supo luego que el coronel había ocupado un albañil para hacer algún trabajo en la Casa de la Buganvilia.
Pasaron los días y el coronel seguía llegando a la casa como de costumbre. Se le veía sólo y las amistades que preguntaban por Emilita, él les explicaba que la había trasladado a Morelia, lugar donde el coronel más tiempo vivía.
Nadie insistió en preguntar por Emilita y al poco tiempo el coronel Cuevas definitivamente hubo de cambiarse a la ciudad de Morelia a radicar.
Al poco tiempo, la familia Macotela alquiló el inmueble a otra familia y después a otra, quedando en el olvido la estancia en San Juan del Río del coronel Vicente Cuevas y su esposa Emilita.
Pasaron ochenta años. Todo en la ciudad de San Juan había cambiado. El sistema de gobierno, la economía, el desarrollo de la ciudad le había dado otra fisonomía.
Las casas del centro de la ciudad sufrieron remodelaciones por mantenimientos y la Casa de la Buganvilia, por ser demasiado grande, hubo que dividirla en dos para atender mejor a las solicitudes que en vista de ese progreso, aumentaban. En una de esas remodelaciones tocó que al destapar una puerta en la Casa de la Buganvilia, se encontró entre pared y pared un esqueleto que pendía de un mecate amarrado a una fuerte alcayata, cubierto con ropajes femeninos de moda del siglo antecedido y, hurgando entre los restos de aquel cadáver, se encontró un trozo de papel amarillento en el que se adivinaban algunas palabras. “Emilita te he querido como a nadie, pero por pérfida te dejo aquí para siempre”, fue el mensaje. Ahí estaba la mujer emparedada.
Nadie supo nunca quién fue aquel sujeto que de cuando en cuando escucharon los vecinos correr por los tejados de la Casa de la Buganvilia.
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